Cada 11 de septiembre los funcionarios repiten el mismo ritual: discursos cargados de frases altisonantes, coronas de flores, fotos en las escuelas y un homenaje que dura menos que un recreo. Pero detrás de ese maquillaje protocolar se esconde una verdad incómoda: en Santa Fe ser docente es una condena a la desatención política y al olvido social.
El maestro santafesino vive atrapado entre aulas hacinadas, techos que se llueven, salarios que se evaporan con la inflación y la violencia que se mete hasta el patio de las escuelas. Se le pide que eduque, que contenga, que repare lo que el Estado no hace en los barrios. La exigencia es infinita, la retribución miserable.
Mientras tanto, la política santafesina administra la educación con la misma lógica con la que administra la seguridad o la salud: parches, improvisación y discursos vacíos. La educación es prioridad en los afiches de campaña, pero nunca en el presupuesto real. Se celebra al maestro como “pilar de la patria” al mismo tiempo que se lo condena a la precariedad.
El Día del Maestro en Santa Fe no debería ser un homenaje. Debería ser una interpelación: ¿qué futuro puede tener una provincia que convierte a sus docentes en mártires cotidianos? Aplaudirlos hoy es hipócrita si mañana vuelven a la misma soledad frente al pizarrón, sosteniendo un sistema que la política abandonó hace tiempo.