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viernes, septiembre 19, 2025
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    Unidos en la fe por nuestra Nación

    Se acercan tiempos donde la confusión cultural ya no es un accidente, sino una estrategia. Lo que antes parecía un simple debate parlamentario hoy se traduce en una maquinaria ideológica que busca desarmar los valores que sostuvieron a nuestra Nación durante siglos. En este escenario, los católicos y los pentecostales no pueden darse el lujo de caminar divididos: el adversario es el mismo, y la batalla cultural exige unidad.

    Los políticos, con sus promesas vacías y discursos importados de otros continentes, han convertido a la Argentina en un laboratorio de ingeniería social. El aborto, presentado como “derecho” y como “progreso”, es en realidad una herida abierta en el corazón del país: un atentado directo contra la vida, contra el mandato más elemental de toda fe cristiana y contra la moral popular que siempre defendió la familia como núcleo sagrado.

    La ideología de género, disfrazada de inclusión, pretende que neguemos lo evidente: que el hombre y la mujer fueron creados distintos y complementarios. No es libertad, es confusión sistemática para desarraigar a los jóvenes de su identidad, arrancándoles la certeza de pertenecer a una tradición milenaria. Aquí también los fieles católicos y pentecostales tienen la misma tarea: preservar a la familia de esta intromisión estatal que busca controlar hasta la forma en que educamos a nuestros hijos.

    A este cóctel se suma la política migratoria permisiva que abre las puertas sin criterio. No se trata de rechazar al extranjero que viene a trabajar y a honrar nuestras costumbres, sino de advertir sobre aquellos que llegan imponiendo culturas ajenas, negándose a respetar las normas que hacen a nuestra convivencia. Rosario, Buenos Aires o el conurbano dan ejemplos claros de barrios donde la identidad nacional se diluye bajo la presión de hábitos que nada tienen que ver con la Argentina cristiana y occidental.

    Un pueblo dividido se debilita. Por eso urge la alianza entre católicos y pentecostales. Ambos comparten la defensa de la vida, de la familia, de la patria y de la fe. Mientras los políticos juegan con eslóganes vacíos, la verdadera resistencia cultural debe surgir desde los templos y desde los hogares, uniendo fuerzas para enfrentar el relativismo que se nos impone como dogma oficial.

    No estamos ante una simple discusión parlamentaria. Estamos frente a una ofensiva cultural que pretende disolver nuestra identidad nacional. Solo la unión de las comunidades cristianas puede erguirse como muralla frente a un poder político que hace de la agenda globalista su catecismo. La Argentina necesita que la fe se organice y que los creyentes den un testimonio común: basta de ataques a nuestra cultura, basta de políticas que destruyen lo que somos. La unidad de los hijos de Dios es la única estrategia realista para salvar la Nación.

    Los argentinos no necesitamos mirar demasiado lejos para ver las consecuencias nefastas de estas agendas progresistas. Basta observar cómo otros países que abrazaron con entusiasmo estas políticas hoy sufren fracturas sociales difíciles de revertir.

    En España, la legalización del aborto y la expansión de la ideología de género han desatado una crisis moral que ya se refleja en lo demográfico: menos nacimientos, más familias rotas y un Estado que se arroga el derecho de enseñar a los niños desde la primaria que pueden “elegir” su sexo. Las comunidades cristianas de ese país denuncian que se persigue a padres que se resisten a esta educación forzada, mostrando hasta dónde llega el intervencionismo político.

    En Suecia, el multiculturalismo convertido en dogma terminó debilitando la seguridad ciudadana. Barrios enteros son hoy territorios paralelos donde la cultura sueca dejó de existir, porque inmigrantes que rechazan la integración imponen sus costumbres, generando choques sociales y una ola de violencia que ya se convirtió en epidemia. ¿Ese es el “modelo” que se nos quiere vender a los argentinos?

    En Estados Unidos, las iglesias cristianas han visto cómo los tribunales obligan a comerciantes y ciudadanos de fe a actuar en contra de sus convicciones. Panaderos demandados por no querer participar en ceremonias contrarias a su moral, profesores despedidos por negarse a repetir consignas de género, padres acusados por cuestionar la currícula escolar. La libertad religiosa se erosiona mientras el progresismo avanza con la bandera de los “derechos”.

    Y en Chile, país vecino, la ola progresista impuso el aborto y reformas constitucionales que buscaban borrar la identidad nacional y cristiana. La sociedad reaccionó, sí, pero después de haber pagado el costo de la división, la violencia callejera y un clima de confrontación permanente.

    Estos ejemplos son advertencias claras para la Argentina. El aborto, la ideología de género y la inmigración sin control no son simples debates: son armas de una ingeniería cultural que debilita a las naciones y socava los cimientos de la fe. Católicos y pentecostales, más que nunca, tienen la responsabilidad de unirse para que nuestro país no repita los errores que hoy hacen sufrir a millones en todo el mundo.

    La Argentina no puede permitirse caer en la trampa de los progresismos que ya arruinaron a tantas naciones. El llamado es claro: católicos y pentecostales deben unir fuerzas, más allá de los matices doctrinales, porque la amenaza es común. Defender la vida, la familia, la patria y la fe no es una opción secundaria: es la condición mínima para asegurar que nuestros hijos hereden un país con raíces firmes.

    Hoy la unidad de los creyentes es la única muralla posible frente al globalismo que busca arrancarnos la identidad. Unidos en oración, en acción comunitaria y en resistencia cultural, podemos levantar la voz y decir: basta de imposiciones extranjeras, basta de agendas que destruyen lo que somos. La Argentina necesita fe organizada y testimonio firme. La hora de la unidad cristiana es ahora.

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