Ese día fue inolvidable. Había llegado la hora de volver a clases. El profesor entró al salón y se dirigió a los alumnos.
—Chicos, les presento a Daichiin Burkhan, su nuevo compañero. Les pido por favor que sean solidarios con él y lo integren–.
Toda la clase vio que tenía un aspecto que no habían visto nunca, salvo en la televisión.
— Hola —fue la única palabra que se desprendió de la boca del nuevo alumno.
Nadie contestó. Sus nuevos compañeros olvidaron la sorpresa que les había causado su aspecto al darse cuenta de que vestía una chomba que dejaba al descubierto sus brazos en un día de pleno invierno.
El maestro le señaló un pupitre que estaba al lado de Matías.
—¿Cómo llamas tú? —preguntó Daichiin tímidamente.
La reacción de Matías fue mirarlo de reojo un segundo, sin decirle una sola palabra. El nuevo alumno se quedó mudo, mirando a la nada misma, mientras la tensión se acrecentaba en su cuerpito. El profesor lo veía angustiado. Se le acercó y tuvo que explicarle lo que el grado estaba trabajando. Todos lo miraron sin aportar nada, a excepción de José, un niño de aspecto robusto, quien se acercó para ver si necesitaba algo.
Sonó el timbre indicando el recreo. Daichiin se levantó para salir. Cuando pasó por la puerta del salón, algunos chicos que pasaban corriendo lo chocaron. Por suerte no se golpeó mucho, pero le molestó que nadie le pidiera disculpas. Caminó por todo el colegio mientras devoraba con gusto y placer unos Gambir. De repente, pasó un compañero y le arrebató un pedazo.
—¡Hey! —Le gritó Daichiin.
Lamentablemente, Martín ya estaba a un kilómetro de distancia. Tuvo que contener las lágrimas y comer lo que le quedaba. Soportó como pudo el resto de la jornada escolar.
Cuando llegó el alivio de volver a casa, lo esperaba su madre, una mujer delgada cuyo cabello castaño y lacio le llegaba hasta el tronco. Lo sorprendió con un regalo que le mandaba su padre y su angustia se transformó en alegría.
—Cuando lleguemos, te la pones —le dijo.
Una vez en casa, Daichiin se probó la camiseta. Justo en el momento en que se la colocaba, su padre, Narambold, llegó a casa de trabajar en un comercio que tenía. Sus ojos estaban semiabiertos y sus piernas agotadas. En cuanto vio a su hijo con la casaca, se olvidó de su cansancio y su rostro se iluminó.
—¡Qué hermosa que te queda! —le dijo.
—¡Gracias! —le respondió su hijo.
Se sentaron en el sofá y merendaron mientras veían a Boca y Vélez. Sin dudas, el momento determinante fue cuando un jugador de Boca hizo un gol sacando un bombazo desde la mitad de la cancha que se coló en un ángulo.
—¡Gooool! —gritó Daichiin, emocionado.
—¡Qué gol fantástico! —dijo Narambold, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
Daichiin vio la reacción de su papá y se contagió de sus lágrimas. Se abrazaron y el padre tocó con sus manos la camiseta del Erchim Fútbol Club que le había regalado.
A pesar de los grandes momentos con su familia, debía continuar yendo a la escuela. Cada día que iba, sufría exclusión. En ocasiones, algunos le palmeaban la cabeza para molestarlo o lo hacían tropezar. Aún así, Daichiin no respondía a las agresiones para no tener problemas.
Un día, los chicos tuvieron Educación Física. El profesor se paró frente a los alumnos y les dijo:
—¿Cómo andan, chicos? Hoy tengo una noticia para darles. Recibí algunos llamados de otro colegio para que arme un equipo de fútbol…
“¡SIIII YO QUIERO YO QUIER…!” Gritaron todos eufóricos al escuchar semejante afirmación.
—¡Silencio, por favor! —gritó el profesor—. No van a poder ir todos, los que quieran ir van a tener que anotarse para dar una prueba, luego de eso, se verá quiénes van y quiénes no.
Daichiin quedó boquiabierto mientras escuchaba con atención.
El niño mongol quedó con la mirada perdida y pensativo. Martín estaba al lado de él, y le tiró una mano abierta en dirección a su rostro. Gracias a su rapidez en reflejos, logró inclinar su cuerpo hacia atrás y tomar la muñeca de Martín con la mano. Martín no esperaba semejante rapidez. Aquella clase consistió en realizar ejercicios físicos de calentamiento.
Al salir al recreo, Daichiin se encontraba comiendo un Gambir. Para su sorpresa, observó que José venía hacia él. Entonces se quedó quieto y lo miró sin emitir sonido alguno. José le dio un par de palmadas en el hombro, lo que lo sorprendió para bien, y le respondió con una sonrisa. José se daba media vuelta para irse. -¡Amigo! Gritó el mongol. José volteó sorprendido. Seguidamente, Daichiin caminó hacia él y le apretó su mano. Los días siguientes José y Daichiin se llevaban cada vez mejor. Un día, a la salida de la escuela, José se le volvió a acercar.
—¿Puedo ir a tu casa? —le preguntó.
Daichiin puso una carita como si el cielo nublado se despejara.
—¡Sí, claro! —le respondió.
Su madre, cuando fue a buscarlo, vio que su hijo estaba con alguien, entonces, este le presentó a su amigo.
—Un placer —le dijo Saruul, saludándolo con un beso.
—¿Puede venir a casa? —le preguntó el asiático a su madre, juntando sus dos manos a modo de ruego.
Saruul aceptó encantada.
Una vez en casa, Daichiin presentó a su familia y al argentino. Al principio, costó tomar confianza, pero José acabó sintiéndose muy cómodo. Fue muy grande la sorpresa que se llevó el argentino cuando su amigo le mostró el patio del fondo. Comenzaba con algunas baldosas y continuaba con un césped verde muy bien cortado, con un redondel blanco en el centro y una línea en dirección horizontal que dividía el redondel en dos. Para el oriundo de la lejana Mongolia, ese patio era su lugar feliz.
—Está muy bueno esto —dijo José, con un tono que sonó a envidia sana.
—Allá hay pelota —siguió Daichiin, señalando con su dedo índice hacia un rincón en el fondo.
Inmediatamente, ambos corrieron hacia ella como si fueran a abrazar a una noviecita. José pasó la pelota a Daichiin, quien levantó con su pie derecho la pelota, para después pararla con su pecho y hacer que caiga justo sobre su zapatilla. José lo miró azorado.
—Naaaaa. ¡Tremendo! —lo felicitó mientras le levantaba el pulgar.
En ese momento, Saruul salió al patio y los llamó para la merienda. Allí, José probó comidas típicas de tierras del lejano Oriente, como el byaslag y el airag. Mientras comían, los dos amigos le contaron a la familia la novedad del campeonato de la escuela. El entusiasmo no tardó en aparecer.
—Hijo, tienes que jugar en esa competencia —le dijo Narambold—. La pasarás muy bien, créeme que sí.
Daichiin le prometió a su padre que se inscribiría en la prueba y que se esforzaría para quedar en el equipo. José, quien estaba de testigo, se llevó una gran sorpresa y emoción.
Durante las siguientes jornadas en el colegio, los chicos notaron la simpatía que había entre José y Daichiin. Martín comenzó a instigar a José para que se alejara del asiático, pero él se negó rotundamente. A Martín no le gustó su respuesta.
En la clase de Educación Física, el profesor se paró frente a todos y les explicó en qué consistiría la prueba que los participantes debían pasar.
Daichiin llevó puesta su camiseta del Erchim Fútbol Club. Sus compañeros, al verlo, se miraron entre ellos e hicieron comentarios de todo tipo sobre ese detalle… Aquella clase consistiría en una larga jornada de entrenamiento.
—Jajaja, me muero por ver a Daichiin —ironizó Martín, como ya se había hecho costumbre.
Comenzó la clase. El profesor dividió a los chicos en dos equipos, de diez jugadores cada uno. La pelota iba y venía sin encontrar ninguna meta. La cosa estaba tan peleada que ninguno de los dos equipos lograba crear ocasiones de peligro, además de que el mongol ni siquiera la tocaba. De repente, la pelota se encontraba en el aire y comenzó a descender con destino incierto. Quien la encontró fue el mismísimo Daichiin; la paró con el pecho, clavó su vista en ella, y le pegó fuerte con su pie derecho antes de que cualquier rival pudiera llegar. Pegó en el travesaño y picó fuera de la línea de gol. A pesar de no haber convertido, Daichiin acaparó la atención de toda la clase.
—¡Excelente, Daichiin! —aplaudió el profesor.
Sus compañeros de equipo acompañaron los aplausos. Los rivales, entre los que se encontraba Martín, respiraron aliviados, aunque también reconocieron por dentro el gran disparo del mongol. Semejante ejecución hizo que llamaran a Daichiin para decirle que sería incluido en el equipo que competiría, lo que puso al asiático muy contento, aunque sólo podía compartir su alegría con José, su gran amigo. Luego de enterarse de la noticia, se cocinaron Gambir en casa del mongol, José fue invitado y se dio el gusto de seguir probando comida típica del país de su amigo.
Durante los siguientes días se armó el equipo y el mongol estaba muy exultante. El campeonato consistía simplemente en un partido entre dos equipos de distintos colegios, y el ganador recibiría una copa. Narambold tenía los niveles de ansiedad por las nubes por ver a su hijo jugar a ese deporte tan estupendo. Los días previos al partido ambos vieron varios partidos de fútbol de equipos de todo el mundo por la televisión.
Por otro lado, en el colegio las cosas mejoraban. El asiático no la pasaba tan mal como antes gracias a que se había hecho muy compinche de José. Además, comenzó a ir también a su casa. Allí conoció a su tía, con quien vivía, y su simpatía por Boca, por lo que Daichiin se hizo simpatizante de ese club también. Incluso José le regaló un banderín.
Pocos días antes de la competencia, los chicos tuvieron una última clase con el profesor de Educación Física, en la cual ultimaron detalles para el partido. José se sorprendió ante la ausencia de Daichiin, por lo que estuvo lo más atento que pudo ante todo lo que el profesor dijera, pero inoportunamente, cuando el profesor estaba por hablar, José sintió ganas de ir al baño y lo interrumpió.
—Profe, ¿puedo ir un minuto al baño?
—Sí. ¡Rápido!
Sin embargo, cuando José regresó, sus compañeros ya estaban jugando al fútbol. José se acercó al profesor y le preguntó en qué lugar se realizaría la competencia, pero se encontró con una respuesta cortante:
—Preguntale a tus compañeros. Ya expliqué todo.
—Bueno, está bien.
Dicho esto, entró a jugar. Una vez finalizada la clase, se acercó a Martín, quien le dio la descripción del lugar a donde debían ir para jugar el partido.
Luego del colegio, José llamó a Daichiin por teléfono, extrañado de su ausencia en clase. Resultó que tenía unas líneas de fiebre. En ese mismo llamado, José le comunicó cuál era el lugar donde debían ir a jugar. El oriental no tenía palabras para agradecer el apoyo que le brindaba su gran amigo. Los días previos al partido, Daichiin no paró de practicar para la competencia, tirando pelotazos contra la pared, pateando penales (para los cuales su padre le hizo el aguante e hizo de arquero), parar la pelota, hacer jueguitos, y todo lo que se le pueda pasar por la cabeza a quien esté leyendo.
El día anterior al certamen, se reunieron en casa de José. Daichiin tuvo la posibilidad de conocer algunos encantos de la cultura argentina. El menú de ese día fue un delicioso asado, ¡y vaya que le encantó!
Esa noche, Daichiin estuvo exultante de los nervios. Se acostó en la cama e intentó cerrar los ojos, pero el partido merodeaba en su mente y no lo dejaba descansar. Se movía de un lado a otro en la cama.
—Tranquilo amigo —le dijo el argentino.
Daichiin bajó un cambio y José, luego de regresar a su bolsa de dormir, se puso a conversar con él y le dijo que debía estar sin sueño para el partido. Después de charlar un rato, se quedaron dormidos como dos troncos…
Con algo de retraso, la tía de José despertó a ambos niños al amanecer y fueron a esperar a Narambold y a Saruul, quienes los pasaron a buscar en el auto. Ya en viaje, sintieron un ruido extraño que provino de la parte de atrás. Narambold, quien manejaba, bajó y vio que tenía una rueda pinchada.
—¡No lo puedo creer!
—¿Qué sucede papi?
—Se nos pinchó una rueda.
Tras escuchar esto, Daichiin se puso a llorar. Su llanto duró un rato, hasta que su padre subió al auto y lo tranquilizó, diciéndole que enseguida vendrían a darles una mano. Por suerte, a Daichiin se le fue el llanto rápido, debido a que a los pocos minutos llegó el mecánico que les brindó ayuda para reparar la goma. Aún así, se habían retrasado bastante, por lo que, ni bien se fue el mecánico, aceleraron hasta el lugar del partido.
Mientras tanto, ambos equipos estaban preparándose para salir a la cancha, pero José y Daichiin no llegaban y el resto de los jugadores se quejaban. El partido estaba retrasado. Lamentablemente, debieron dar el pitazo inicial sin ellos.
Daichiin y José estaban preocupados porque tuvo que pasar un rato para que den con el lugar. Tarde, pero llegaron. Corrieron sin siquiera esperar a los adultos para acompañarlos. Narambold y Saruul corrieron rápido detrás de ellos, pero los perdieron de vista por un momento. Por suerte para ellos, un buen hombre que andaba vigilando les indicó a dónde era el partido.
Lamentablemente para los chicos, el partido ya había comenzado hacía varios minutos, y para colmo, el equipo de Daichiin estaba perdiendo por goleada. El equipo estaba cansado y muy flojo de cara al arco rival y al arquero ya le dolía todo el cuerpo de todas las veces que debió volar para intentar evitar los goles. Tres veces se había encontrado con la pelota sacudiendo su red.
—¡Vamos chicos! Entren rápido —les dijo el entrenador, quien era, además, su profesor en el colegio.
Sin agregar palabra, Daichiin y José calentaron motores e ingresaron a la cancha. El estadio tenía césped sintético y saltaba caucho cuando los jugadores golpeaban la pelota o si esta rebotaba a una altura considerable. Luego del ingreso de ambos, sus compañeros miraron al mongol con rencor por haber llegado tarde. Una clara muestra de ello era lo que sucedía cuando su equipo, “Los Leones”, tenía la pelota y Daichiin levantaba una mano para pedirla, pero nadie se la quería pasar. José jugó de marcador central.
Perdían tres a cero ante “Los Basureros”. La cosa parecía empeorar cuando un jugador rival quedó mano a mano con el arquero, sin embargo, José, con todo el sudor de su frente, levantó su pierna y se barrió como escoba para bloquear el tiro que hubiera significado el cuarto tanto y mandar la pelota al tiro de esquina, mientras su rival se tapaba el rostro con las manos. Antes de lanzar el córner, el árbitro debió intervenir en una acción donde un jugador tomaba de la camiseta a Daichiin y éste forcejeaba para liberarse. El córner se ejecutó, parecía un centro peligroso hacia el punto del penal, pero José evitó el peligro despejando la pelota con la cabeza; la redonda cayó a mitad de cancha sin dueño hasta que la encontró un niño de Los Basureros y se la llevó. Daichiin se interpuso para evitar el peligro y recibió un pisotón. El árbitro cobró infracción y le mostró la tarjeta roja al infractor. Esto generó que todos se acerquen al árbitro a quejarse. En medio de todo el griterío, no se alcanzaba a escuchar lo que hablaban, pero los jugadores abrían los brazos como diciendo “¿por qué la roja?” Esto generó nerviosismo, por lo que salieron dos o tres tarjetas amarillas para que se termine la situación. Todos corrieron a sus posiciones y José ejecutó el tiro libre indirecto pasándole la pelota a Martín, este último encaró hacia el área contraria, pero recibió una patada de un rival, que derivó en una falta, y un tiro libre a su favor. No obstante, había un problema, ¿quién lanzaría el tiro libre? Nadie quería hacerlo, Martín se estaba recuperando de la falta y sólo Daichiin se ofrecía, pero nadie quería que él fuera el lanzador. Esta situación hizo que el partido se demore varios minutos, incluso provocando el fastidio de los rivales, quienes se quejaban porque no se ponían de acuerdo, por ende, no les quedó otra que dejar que Daichiin ejecute.
Todos miraron con cara de “este va a hacer cualquier cosa”. El mongol se paró frente a la pelota y clavó su vista achinada en ella. Cuando sonó el silbato del referí, abrió su pie derecho y pateó, saltó un montón de caucho. Tanta fue la cantidad, que le quitó la vista a quienes formaban la barrera. Parecía que se iba afuera, pero dobló de manera increíble; rebotó en uno de los palos y el arquero sólo pudo observar cómo entraba mansita, como ladrón a su casa.
Daichiin celebró alzando sus brazos al aire y saltando. Todos aplaudieron boquiabiertos la ejecución. Sin embargo, aún quedaba mucho por hacer. Iban dos goles abajo y llegó el final del primer tiempo. En los vestuarios se encontró con todos sus compañeros y con José. Todos se le acercaron para felicitarlo por su gol.
—Gracias —les respondió de manera fría y distante. Con el único que se abrazó fue con José.
Comenzó la segunda mitad. Los Basureros estaban bastante confiados. Todos fueron a sus posiciones para dar inicio a la segunda mitad. El equipo de Daichiin sacó del medio. Los Leones comenzaron pasándose la pelota entre ellos para someter y aburrir al rival. Lograron marearlos para poder agarrarlos desprevenidos, de este modo abrieron la pelota hacia Martín, que quedó sólo frente al arquero, pero para su desdicha, la pelota dio de lleno en el palo izquierdo. Quedó suelta en el área y los rivales no contaron con que Daichiin venía siguiendo la jugada. Cuando se suponía que un defensor iba a despejar, Daichiin apareció como un rayo para estampar la pelota en el arco y convertir, para sorpresa de todos los presentes, su segundo gol. Ahora, se encontraban sólamente un gol por debajo, lo que desató la preocupación de Los Basureros.
Daichiin estaba haciendo lo que más deseaba hacer, jugar al fútbol, y lo hacía muy bien. Quería más, quería empatar el partido y darle a su equipo una gran alegría. La confianza de sus compañeros hacia él fue acrecentándose. Cuando pudieron, le pasaron la pelota. El gusto le duró poco ya que un jugador del equipo contrario se lanzó fuerte contra el tobillo del mongol. Cayó al piso sin poder levantarse, gritando y llorando de dolor. Cuando se levantó, siguió sintiendo dolor en el tobillo, lo que se manifestaba en su forma de caminar. Debió salir al banco.
El partido llegó a su final, con el resultado de tres goles a dos. Su equipo perdió, y él rompió en llanto otra vez. Sin embargo, se llevó una sorpresa cuando, no sólo José, sino también el resto de su equipo, se acercaron a él con cautela y le dijeron que los sorprendió cómo jugó el partido. A pesar de la frustrante derrota, todos lo aplaudieron unánimemente debido a su buena actuación dentro del campo. Esto lo hizo sentir muy bien.
Además, sus padres también le dieron una gran felicitación, lamentaron lo que le ocurrió en la cancha, pero estuvieron encantados de verlo jugar, le dijeron que no importaba el resultado y que estaban orgullosos de él. Lo esperaba un gran futuro por delante.