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domingo, octubre 5, 2025
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    Operación Primicia: subversión, responsabilidad y memoria

    El 5 de octubre de 1975 la Argentina aún conservaba una frágil democracia. María Estela Martínez de Perón ocupaba la Presidencia, elegida por el voto popular, y el país, aunque convulsionado, seguía siendo un Estado de derecho. Aquel domingo, sin embargo, la violencia ideológica volvió a hablar más fuerte que las urnas. Un grupo armado de Montoneros ejecutó la llamada Operación Primicia, el ataque más audaz y sangriento que la subversión perpetró en un gobierno democrático. El blanco fue el Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa, una unidad del Ejército argentino compuesta en su mayoría por jóvenes conscriptos del norte.

    El operativo incluyó el secuestro de un avión de Aerolíneas Argentinas, la toma del aeropuerto El Pucú y el asalto directo al cuartel. El objetivo: robar armas y declarar un levantamiento revolucionario que encendiera el país. El resultado fue una masacre. Doce soldados conscriptos, un suboficial, un policía y dos civiles fueron asesinados. Los atacantes eran jóvenes que creyeron servir a una causa “liberadora” y terminaron siendo peones de una guerra ideológica importada, sin raíces en la historia nacional ni respeto por la voluntad popular.

    La Argentina tenía instituciones, un Congreso en funciones y una presidenta electa. No había dictadura. Quienes empuñaron fusiles aquel día no se levantaron contra la opresión sino contra la república misma. El Ministerio del Interior y el Consejo de Defensa calificaron oficialmente el hecho como “acto de guerra interna” (Archivo General de la Nación, leg. 75-O-1975). Meses antes, el decreto 261/75 había ordenado al Ejército “aniquilar el accionar subversivo”, reconociendo que el Estado enfrentaba un enemigo organizado, financiado y armado con objetivos políticos precisos. La democracia fue atacada en su raíz por quienes pretendían reemplazar el voto con la bala.

    La inspiración de los Montoneros era el modelo castrista y el marxismo revolucionario que se expandía en plena Guerra Fría. No hay documentos públicos que prueben aportes directos de Moscú o La Habana para la Operación Primicia, pero abundan evidencias de afinidad ideológica, contactos y métodos compartidos. En sus propios documentos —recopilados por investigadores del CONICET en Montoneros a la luz de sus documentos— la organización adoptaba el lenguaje clásico del comunismo internacional: “dictadura del proletariado”, “vanguardia armada”, “lucha de clases”. La operación financiera de David Graiver, luego investigada por el Banco Central y organismos norteamericanos, mostró el flujo de dinero hacia la estructura montonera mediante cuentas en el exterior. Una revolución financiada por secuestros, extorsiones y canales oscuros, disfrazada de cruzada patriótica.

    Mientras tanto, los muchachos que defendían el regimiento no sabían de ideologías ni de estrategias globales. Eran colimbas, campesinos, hijos de obreros. Cumplían una orden simple: defender su bandera. Resistieron con lo que tenían y muchos murieron en sus puestos, fieles al juramento militar. Durante décadas, la historia los trató con injusticia, relegados por un relato que exaltó a los victimarios como idealistas. Solo en años recientes el Estado reconoció oficialmente su sacrificio. El decreto 1242/2006 dispuso indemnizaciones y el gobierno de Formosa estableció el 5 de octubre como “Día del Soldado Formoseño”, un acto mínimo de justicia histórica.

    Recordar aquel día no es un ejercicio de revancha. Es un deber moral. La memoria no puede ser parcial ni selectiva. La Argentina padeció dos violencias: la del terrorismo subversivo y la del terrorismo de Estado. Pero solo una de ellas nació bajo un gobierno democrático, y fue la que abrió la puerta al infierno posterior. Los Montoneros creyeron encarnar al pueblo, pero terminaron arrojándolo a una guerra civil sin nombre.

    La responsabilidad fue de todos. De los subversivos, por elegir el camino del crimen político. Del Estado, por su debilidad y negligencia. De una dirigencia cobarde que confundió romanticismo con terrorismo. De una sociedad que prefirió mirar hacia otro lado mientras se incendiaban las instituciones.

    El 5 de octubre de 1975 debería recordarse no solo como un acto de sangre, sino como una advertencia: ningún ideal justifica matar a un compatriota. La democracia, aun imperfecta, es un pacto sagrado. Quienes traicionan ese pacto con la violencia no son héroes, sino enemigos de la Nación. Y si el país quiere tener memoria verdadera, debe tenerla completa: con los nombres de los que murieron en defensa del orden, y con la verdad sobre quienes los asesinaron en nombre de una utopía extranjera.

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