Tengo 29 años y siento que hace poco tiempo he comenzado a entender de qué va la vida. Crecí en una época que me enseñó a esquivar el esfuerzo, a evitar el sufrimiento, a huir del error. Y recién ahora descubro que sin equivocarse no se aprende nada.
Pertenezco a una generación marcada por la inestabilidad. Muchos de nosotros no trabajamos durante la adolescencia, a diferencia de nuestros padres o abuelos, que aprendieron desde muy chicos el valor de sostenerse por sí mismos.
Nos hemos formado en un contexto donde todo estaba disponible sin demora: internet, redes sociales, gratificación inmediata. La cultura del clic reemplazó a la cultura del proceso.
Y cuando llega la vida adulta, el golpe es fuerte. Responsabilizarse cuesta. Trabajar en serio cuesta. Tolerar la frustración es una odisea.
Quizás por eso buena parte de mi generación cambia constantemente de trabajo. No soporta el tedio, ni la rutina, ni la sensación de estar atrapado o aburrido. Pero tampoco encuentra sentido en nada que no ofrezca reconocimiento inmediato.
Somos hijos de un tiempo donde la incertidumbre es la regla: cuesta independizarse, comprar una casa, proyectar un futuro. Vivimos «al día», tanto económica como emocionalmente.
Esa fragilidad no es sólo culpa individual, sino también un síntoma de época: El mercado laboral es precario, los vínculos son efímeros, la política es caótica. El mundo no ofrece estabilidad, y la respuesta más frecuente es prolongar la adolescencia: postergar decisiones, evitar compromisos, cambiar de trabajo o de carrera cada pocos años.
Pero también hay una oportunidad en todo esto. Quizás esta incomodidad, esta sensación de no estar a la altura, pueda ser el inicio de una madurez distinta: una que no se define por acumular logros, sino por asumir poder sobre la propia vida, incluso en la incertidumbre.
Responsabilizarse suena a castigo, cuando en realidad debería sonar a libertad. Tal vez lo importante sea atrevernos a actuar igual, sabiendo que el error no es el fin del mundo, sino la única forma de empezar a andar y de entender que todos somos humanos imperfectos.











