
El jueves 30 de octubre en PAMI 1 se vivió una escena que expone de manera brutal la diferencia entre la vocación genuina y la falta total de respeto en el ámbito público. Mientras médicos, enfermeros, camilleros y personal de seguridad trabajaban con una dedicación absoluta, acompañando a los pacientes y familiares con paciencia, humanidad y claridad, un grupo de delegados y sindicalistas de ATE eligió convertir la guardia en un espacio de incomodidad y vulgaridad.
El personal de salud demostró, una vez más, que la verdadera fortaleza de nuestro sistema público no está en los edificios ni en los protocolos, sino en las personas que lo sostienen día a día. Atendieron a quienes llegaban con miedo o dolor, explicaron cada procedimiento con paciencia y contención, cuidaron a los adultos mayores y acompañaron a sus familias, muchas veces desgarradas por la incertidumbre de no saber si sus seres queridos saldrían de la emergencia. Cada gesto del personal médico, de enfermería y de seguridad irradiaba respeto, profesionalismo y humanidad, haciendo que el hospital fuese un lugar donde la esperanza podía sostenerse, incluso en medio del miedo.
Pero todo ese esfuerzo se vio empañado por la conducta de los delegados y sindicalistas de ATE, que se movieron por los pasillos con gritos, risas y comentarios de tono sexual hacia mujeres jóvenes presentes, tanto familiares como parte del personal médico. Miradas persistentes, gestos sugestivos y palabras inapropiadas en un contexto cargado de tensión y angustia transformaron un lugar de cuidado en un escenario de incomodidad y vergüenza. La indignación surge al pensar que en un hospital, donde cada minuto cuenta y cada espera genera ansiedad, haya quienes eligieron burlarse de la sensibilidad y del dolor ajeno.
El contraste no podía ser más brutal. Por un lado, quienes ejercen su labor con entrega y profesionalismo, sosteniendo con su esfuerzo la dignidad de un sistema sobrecargado y muchas veces injustamente criticado. Por otro, los delegados y sindicalistas, que parecieron olvidar completamente el respeto que exige un hospital y la empatía que cualquier persona mínimamente consciente debería tener ante familiares que esperan noticias sobre la vida de sus seres queridos. La falta de prudencia, la insolencia y la indiferencia ante la angustia ajena no son un mero exabrupto: son un acto que degrada el entorno y muestra la fragilidad moral de quienes deberían acompañar y proteger, no incomodar y hostigar.
La indignación no se limita al hecho puntual de ese día, sino que refleja una problemática más amplia: la impunidad que algunos asumen dentro de espacios públicos y la facilidad con la que el poder o la posición se confunden con privilegio. La verdadera heroicidad se vio en los médicos, enfermeros, camilleros y personal de seguridad, que, con escasos recursos y horarios extenuantes, sostienen con firmeza y humanidad la atención de quienes más lo necesitan. Ellos son los que muestran que el sistema puede funcionar, que la salud pública tiene rostro humano y que la vocación no se compra ni se degrada con actitudes irrespetuosas ajenas al cuidado de los pacientes.
Lo sucedido en PAMI 1 debe servir como advertencia para las autoridades: no se puede permitir que la falta de decoro y el desprecio por los demás se conviertan en rutina en un hospital. Los pacientes y sus familias merecen atención y respeto, y quienes representan espacios laborales o sindicales deben entender que su presencia no les da derecho a degradar un entorno que exige prudencia, sensibilidad y empatía.
El contraste entre la nobleza de los verdaderos trabajadores de la salud y la desfachatez de quienes eligieron el desprecio como conducta diaria es evidente y doloroso. Mientras unos salvan vidas y sostienen la dignidad del sistema público, otros contaminan con su actitud un espacio que debería ser sagrado. La lección es clara: la salud se defiende con profesionalismo, humanidad y decencia, y cualquier comportamiento que ignore estos principios no tiene lugar en un hospital ni en la vida pública.











