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jueves, noviembre 6, 2025
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    En el Desierto Dios Habla: Un llamado a volver al Amor que no muere

    Hay momentos en la vida en que el alma se siente como ese campo descrito en el poema: un paisaje de flores secas, donde todo parece haber perdido su color y la melodía del corazón se apaga en el silencio. En medio de esa sequedad interior, el hombre moderno corre, trabaja, discute, se distrae… pero no escucha. No escucha porque tiene miedo de lo que oiría si hiciera silencio: el clamor de su propia alma pidiendo a Dios.

    Sin embargo, es precisamente en el desierto donde comienza la victoria. En la soledad, Cristo también se retiró; en la aridez, Él oró; en el sufrimiento, venció. Fue en la ausencia de consuelo humano donde se manifestó la plenitud del amor divino. Allí, donde todo parecía perdido, el Hijo del Hombre mostró que la oración no es un gesto vacío, sino el puente entre el polvo y la eternidad.

    “Hoy es tu turno”, dice el texto, y esas palabras no son poesía: son una orden amorosa. Cada uno de nosotros está llamado a dejar atrás la multitud que corre sin rumbo, y entrar en ese desierto donde solo Dios basta. Allí, donde la sed del alma se apaga con la oración, el Señor espera. No con reproches, sino con ternura. No con castigo, sino con misericordia.

    El cristiano no es aquel que no cae, sino aquel que, al caer, se levanta mirando al Cielo. El amor de Cristo no se agota, no se cansa, no se rinde ante nuestras miserias. Su cruz no fue una derrota, fue la llave que abrió para siempre la puerta del perdón.

    “Regresa el Rey en Majestad”, proclama el canto, y en esas palabras está contenida toda la esperanza de la humanidad. Cristo no vuelve para condenar, sino para restaurar; no para humillar, sino para reinar en los corazones que se entregan.

    La verdadera conversión no es un gesto superficial, ni una emoción pasajera. Es una decisión: permitir que el amor de Jesús transforme el desierto del alma en un jardín de gracia. Donde antes hubo miedo, florece la confianza. Donde hubo tristeza, renace la alegría. Donde hubo pecado, brilla la redención.

    He aquí el Reino esperado: justicia, alegría y paz. No son promesas vacías, sino frutos del Espíritu en quien se deja amar por Dios. La divina redención no está lejos ni en el pasado: vive hoy, aquí, en cada corazón que se atreve a decir “sí”.

    Que cada uno, en su propio desierto, escuche la voz que lo llama. Porque el mismo Cristo que venció allí, en la soledad y en la cruz, quiere hoy vencer también en ti.

     

    Y ahora, una última verdad que no puede callarse: el alma no se cura con energías ni con posturas, sino con amor. Ninguna terapia alternativa puede reemplazar el toque de Cristo en el corazón humano. El yoga, el reiki, las constelaciones… son solo intentos vacíos de hallar lo que ya se nos dio en la cruz.

    El único que sana de verdad es Jesús. El único que restaura es Él. No hay meditación más profunda que un rosario rezado con fe, ni energía más pura que la gracia que brota de los sacramentos. Si buscas conocerte, perdonarte, crecer, no mires hacia dentro ni hacia las estrellas: mira al Crucificado.

    Porque cuando el alma se arrodilla ante Él, el desierto florece, y la paz —la verdadera, la eterna— finalmente llega.

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