Walter Operto siempre escribió como quien se juega la vida en cada línea. Su obra no buscaba agradar: buscaba abrir los ojos, incomodar, forzar a la memoria colectiva a no ceder ante el olvido. Con La Nave, Operto no fundó simplemente un medio; levantó un espacio de encuentro entre la palabra lúcida y la resistencia cultural.
El cierre de La Nave duele, pero no sorprende. En un país donde el periodismo cultural suele ser tratado como un lujo innecesario, sostener un proyecto que apostaba a la reflexión profunda era remar contra un río embravecido. Y, sin embargo, Operto lo hizo. No por vanidad ni por cálculo, sino por convicción: porque entendía que la cultura también se defiende con páginas escritas, con crónicas, con voces que no se dejan domesticar.
Su trayectoria siempre estuvo marcada por esa terquedad luminosa. Fue un periodista con sensibilidad de narrador y un narrador con la disciplina de un periodista. Supo mirar el territorio argentino con una mezcla de ternura y severidad, descubriendo en cada historia las huellas de un país complejo, hermoso y desgarrado.
El cierre de La Nave no borra lo construido. Más bien lo magnifica: queda el testimonio de que hubo un tiempo y un hombre que se atrevieron a navegar por mares que otros prefirieron evitar. Operto deja una herencia hecha de preguntas incómodas, relatos que persisten y un ejemplo de coherencia en un mundo que premia lo efímero.
Hoy corresponde rendir homenaje. Porque despedir La Nave es, en realidad, reconocer que Walter Operto se mantuvo fiel a sí mismo y a su oficio: contar lo que otros callaban, escribir cuando la tentación era callar, y sostener una brújula ética en medio de tantas tormentas.
La Nave se apaga, pero no se hunde. Queda flotando en la memoria como esas embarcaciones que, tras desaparecer del horizonte, dejan en el agua una estela imposible de borrar. Walter Operto, su capitán incansable, supo remar contra todas las corrientes y sostuvo el timón con la fe de quien cree que la palabra puede ser aún un refugio, una trinchera y un faro.
Su viaje no fue en vano: cada página escrita, cada testimonio recogido, cada silencio roto sigue navegando en quienes lo leyeron y lo escucharon. La Nave no es un naufragio: es una partida digna, un recordatorio de que todavía existen hombres capaces de vivir y escribir con la misma coherencia.
Hoy el puerto queda vacío, pero el mar está lleno de su huella. Operto nos deja la certeza de que vale la pena lanzarse al agua aun sabiendo que la tormenta está en contra. Porque, mientras existió, La Nave fue mucho más que un medio: fue un acto de coraje cultural, una lección de dignidad, una apuesta a la verdad.