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martes, septiembre 30, 2025
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    Un cuento perruno

    Esta mañana helada de invierno llegué a casa y me eché, exhausto, en mi cómodo sillón. Con las patas acalambradas y los ojos secos, me dormí como un tronco luego de volver de ese lugar, mientras mis humanos me observaban como si fuera una escultura.

    Era muy pequeño cuando me trajeron acá. ¡Con cuánta emoción me recibieron! Mientras sus rostros dibujaban sonrisas de oreja a oreja, se turnaban para tenerme en brazos, acariciarme y llenarme de besos.

    A partir de entonces, crecí junto a ellos. Joaquín, el hermano mayor, acostumbraba acariciarme la cabeza y darme besos en ella, mientras me hablaba con ternura. Yo le respondía lamiéndole el rostro. Anita, la más chica y linda de la familia, se tiraba conmigo al sillón. ¡Cómo me enloquecía! Mi cola no paraba de sacudirse y yo me abalanzaba sobre Anita demostrándole alegría y amor, mientras se llenaba la ropa con el pelaje que se me caía. Matilda, por su parte, casi siempre se encontraba ocupada y venía menos, pero ella me trataba como si fuera su cría. Ella era la única que me llevaba a bañar cuando estaba sucio. Alba era la primera a quien veía al amanecer, la que siempre estaba en algún rincón de la casa, ya sea fregando pedazos de telas mojados o llevando un montón de cosas entre sus manos. Tres veces por día me dejaba la comida, siempre me miraba desde lejos y me hablaba con ternura. Entrada la noche, llegaba Matías, ese hombre grande de carácter más duro, a quien me costaba desobedecer. De todos mis humanos era a quien menos veía.

    “¡Kimbo!” gritaba con su dura voz, más de una vez por noche.

    Sin embargo, nos queríamos mucho y nos lo demostrábamos durmiendo juntos en ese cómodo y largo asiento.

    La hora de cenar de ellos era un calvario para mí. Los olores de sus alimentos enamoraban a mi sensible olfato. “Uuuuuaaaaaaauuuuu”, debían soportar todos mientras cenaban y miraban ese cuadrado que mostraba cosas inentendibles.

    “¡Basta, Kimbo!” Decía siempre alguno de ellos, aunque siempre terminaban por hacerme probar algo.

    Cada vez que ellos entraban o salían por una puerta, yo corría detrás. Cuando ellos se daban cuenta, me encontraban del otro lado. Hacerme entrar era una odisea. Si ellos no me mostraban un alimento para que comiera, no ingresaba. El único que lograba que ingresara era Matías.

    Sin embargo, a lo que me negaba rotundamente, era salir a la calle a caminar. Los ruidos de los automóviles me erizaban los pelos. Ni hablar de los perros que pasaban con quienes jamás había tenido contacto, salvo algún borroso recuerdo de antes de llegar a esta casa. Alba intentaba ponerme la tediosa soga en el cuello, a lo que yo me negaba rotundamente. La mordisqueaba como si fuera uno de mis juguetes caninos, lo que la hacía quejarse y suspirar como si se arrepintiera de haberme adoptado. Después de intentarlo durante unos minutos, lograba engancharme la correa al collar y ganaba la batalla. A medida que me tironeaba de la correa, arrastraba las patas como si fuera un gusano. Llegábamos hasta la puerta del comedor de la casa. En ese momento, soltaba las patas y echaba a caminar por el patio delantero para después atravesar el pasillo que llevaba hasta la puerta principal.

    Seguidamente, aparecía la madre de todos mis miedos: la calle. El ruido de los autos y las motos era la única diferencia entre abrir y cerrar la puerta. El pánico era visceral y me llegaba hasta la punta de la cola. Como consecuencia de ese miedo, ni siquiera sentía las patas. Con resignación, Alba se daba media vuelta y me llevaba de vuelta adentro. “¡Qué alivio!” Pensaba yo, aunque Alba tenía una expresión en su rostro de pocos amigos. Parecía querer echarme a la calle.

    Tiempo después, en un temprano amanecer cuando el sol apenas asomaba, percibí el sonido de unas llaves girando. Salté del sillón inmediatamente. Me senté detrás de la puerta del comedor hasta que apareciera quien había llegado. Entonces, apareció junto a Alba un humano con la cara muy redonda. Cuando lo vi, la alegría se esparció por mi cuerpo y convirtió mi cola en un péndulo. Me puse en cuatro patas para retroceder unos pasos para que pudiera entrar sin pisarme. El hombre cruzó la puerta del comedor, pero cuando apoyé mis patas delanteras sobre sus muslos, me hundió su dedo índice en la parte trasera de mi lomo, y me hizo chillar.

    Entonces, retrocedí. Este humano no era muy amigable. Allí presentes estaban Alba, Matilda y Joaquín, quienes parecían estar sorprendidos ante lo que había hecho el hombre. Seguidamente, se quedaron hablando un rato largo con Alba. En ese momento, apareció Matías, quien se preparaba para irse, no sin antes darse la mano con el visitante, pero sólo se limitó a lanzar un frío “adiós” al resto de la familia, portazo y se marchó.

    Alba, Joaquín y Matilda siguieron charlando un rato con el visitante. De repente, este señor tomó la correa que Alba usaba para intentar salir conmigo de la casa y se dispuso a colocármela en el cuello. En ese instante, el hombre sintió el tarascón en su dedo y cedió. Al tiempo que yo permanecía en el sillón, el hombre les hablaba a mis dueños mientras iba a la cocina para enjuagarse el dedo ensangrentado. Seguidamente, Alba le dio un papel para cubrir la herida.

    Sin embargo, luego de terminar de hablar, yo sentí su mano en mi lomo, lo que hizo que girara rápidamente mi cabeza y clavara mi vista en la mano. Parecía que sólo se limitaba a acariciarme, lo que me generó la sensación de tranquilidad, por lo tanto, volví la cabeza y me recosté nuevamente, pero de repente tenía colocada la correa en mi collar, pero ya era tarde para intentar escapar. Me llevó de golpe a caminar por la vereda durante unos cuantos minutos. Las patas comenzaron a caminar sin que yo las pudiera controlar, mientras la lengua me colgaba de la boca y se me deslizaban algunas gotas de saliva. En ese momento, se me acercó un perro de un tamaño más grande que el mío. El grito que lancé —a la vez que retrocedí violentamente— hizo que otros humanos que pasaban por allí voltearan a mirar la situación. El perro caminó lentamente hacia mí y mi cuerpo tembló como un papel. Hocico con hocico, olfateo va, olfateo viene. Afortunadamente, no hubo mordidas ni ladridos, no había sido tan grave estar cerca de un perro luego de muchísimo tiempo.

    El camino de vuelta a casa se hizo eterno. El corazón me latía fuerte, la lengua me colgaba y se me secaba rápido, entonces la metía para que se humedeciera nuevamente y volvía a sacarla. Este hombre lograba que yo caminara por la calle como no lo hacía con mis humanos.

    Luego de haber llegado a casa, Alba y este señor tuvieron un intercambio de palabras antes de marcharse este último. Mientras yo descansaba en el sillón tras el día largo que había tenido, Joaquín se acercaba y me acariciaba, a la vez que me hablaba de manera tierna y me besaba la cabeza. También me ponía el dedo para que se lo lamiera, pero yo no moví ni un músculo. Aquella tarde, no hice más que dormir.

    Para mi sorpresa, unos días después este mismo hombre volvió. Me quedé paralizado. El hombre se sentó en el sillón del que yo supe apoderarme, prácticamente, desde que llegué a esta casa, y cuando me miró, comenzó a decir mi nombre: “Kimbo”. Al mismo tiempo, su mano derecha golpeaba suave y repetidamente su muslo. Lentamente, me acerqué a él, luego me paré en dos patas, me estiré plácidamente sobre su muslo. Esta vez no me hizo nada, entonces lamí su rostro con confianza. Algo había despertado en mí, sin embargo no lograba entender qué era. Lo que sí había comprendido era que este hombre no tenía la intención de hacerme daño. Fuimos con él y con Alba a pasear un poco por las calles, y si bien era cansador, no tenía tanto miedo como en un principio, aunque siempre me ponía a la defensiva cuando venía un perro. De manera similar a la vez anterior, cuando regresamos de la calle interactuaron en idioma humano entre Alba y el hombre, para después irse. Terminé el día, nuevamente agotado.

    Pero un día cuando era muy temprano y el Sol apenas se asomaba, Alba se levantó y yo fui a darle el buen día como se merecía, por tanta atención y cariño. De repente, sonó el ruido que me hace ladrar. Esta vez Alba no fue directamente a abrir. La madre de los chicos agarró la soga y con algo de tedio me la colocó, ¡y me llevó hacia la puerta!

    Allí estaba, indefectiblemente, el hombre, pero en lugar de entrar a casa, tomó la correa y me llevó consigo. Me cargó en su auto, y arrancó. “¿Qué está pasando? Mi familia ya no me quiere” pensé.

    Fue un viaje bastante largo. Mientras el automóvil avanzaba, yo me eché a descansar en el piso del asiento delantero al lado del conductor, por lo que no pude ver el paisaje afuera. Después de un par de horas de viaje, el señor redujo de a poco la velocidad, hasta que dobló hacia la derecha. En ese momento abrí lentamente los ojos. Cuando el hombre apagó el motor y sacó las llaves, me desperté por completo y apoyé mis dos patas delanteras sobre el asiento. Seguidamente, bajó del auto y dio la vuelta para bajarme, levantándome en brazos. “¿A dónde me trajeron? ¡Me abandonaron!” Pensaba.

    El pasto estaba crecido, de tal forma que le hacía falta un corte. No había una sóla planta alrededor. Una casona que aparentaba ser confortable se veía al pasar. “Este humano debe vivir acá” pensé. Sin embargo, no entramos a la casa. Por el contrario, me llevó por las afueras del lugar, entonces ahí me encontré con algo inesperado: ¡una manada de perros!

    Me quedé duro y temblando como una hoja. Un perro grandote se me acercó, y me hizo retroceder y gritar. Sin embargo, cuando estuvo pegado a mí, me rozó con su hocico, y eso me gustó, entonces dejé de temblar. Se me acercó otro perro, luego otro…

    Los perros que estaban en ese lugar resultaron ser agradables. Me trataban muy bien y me hicieron sentir muy cómodo. Por las noches, dormíamos todos dentro de la casa que mencioné antes, cada perro dormía en un colchón distinto, compartiendo el mismo rincón de la casa, cálido y confortable como el sillón de casa. Además, cada día llegaba un perro nuevo…

    Después de tanto ajetreo, regresé a mi hogar. Estoy con mis adorables humanos otra vez y soy otro perro. Cada día que me despierto, muevo la cola cuando los veo, y a partir de entonces, voy todos los días a pasear junto a mis humanos, disfrutando enormemente el aire fresco y la mágica naturaleza.

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